Manifiesto

Democracia, el gobierno del pueblo.

Los países occidentales han cultivado, durante los últimos siglos, modelos de gobierno que parten de conceptos, tan repetidos hoy ya, como la igualdad, la justicia, la libertad y la fraternidad entre otros muchos. Todos ellos, provenientes de los legados greco-romanos, de los modelos parlamentaristas anglosajones y de las ideas de la Ilustración, que desde finales del siglo XVIII han venido propiciando en el mundo formas de gobierno donde, por primera vez en nuestra historia, la clases o estamentos sociales más bajos han podido participar del poder a través de procesos electorales democráticos.

Bien es cierto, que todos estos logros y avances socio-políticos han devenido en lo que a mediados del siglo XX se definió como el Estado del Bienestar, fundamentalmente en la Europa occidental y especialmente en aquellos países donde, tras el final de la Segunda Guerra Mundial, se produjo un enorme apogeo y crecimiento de las clases medias gracias también a una rápida y potente recuperación económica producto de múltiples factores, pero donde el consumismo de masas se posicionó como la médula espinal de todo un sistema socio-económico.

Las sociedades europeas, que son las que han patrimonializado la defensa de los derechos humanos, de las formas de gobierno democráticas, y de las incipientes políticas medioambientalistas y de consenso internacional, han experimentado, en las dos últimas décadas, una disonancia cognitiva o dicotomía patente entre los valores que históricamente han defendido y la realidad de sus prácticas sociales y de sus decisiones institucionales. Lo que

podríamos definir pues como el advenimiento de su propia incoherencia social y política.
La economía, entendida como el todo funcional de las sociedades occidentales u occidentalizadas (prácticamente todas ya en este planeta), se ha venido a consolidar en el orden o sistema social capitalista, con la hegemonía imperante de las economías de libre mercado, y con las únicas limitaciones que determinadas políticas social-demócratas pudieran implementarse y que podrían ser aceptadas por un sistema tan voraz como el capitalista, mitigando así los propios excesos de un orden, cuyo objetivo único, es la maximización de los beneficios económicos empresariales.

Pero en la propia teoría de los sistemas democráticos occidentales se establece que, las instituciones públicas, sus representantes o sus órganos de gobierno, han de emanar de la soberanía nacional, del poder que les otorga el pueblo, de sus ciudadanos y de sus ciudadanas, y son esas instituciones, esos órganos democráticos y esos representantes los que han de velar para que, los excesos de la voracidad desmedida del capitalismo no acaben destruyendo los pilares básicos de estas sociedades idílicas que pretendemos construir más unos que otros.

Sin embargo, y como si de una auténtica epidemia se tratara, vemos como cada vez más instituciones, más órganos o más representantes públicos sucumben ante los poderes fácticos, ante las tentaciones o ante las influencias de las grandes corporaciones nacionales o internacionales, o ante los oligarcas económicos que marcan, a diario, las tendencias, las preocupaciones o los deseos de una nueva sociedad global esclava de las redes sociales e influenciada por los incontables mass media que moldean permanentemente a la opinión pública y, por ende, el rumbo de nuestro destino.

La política, o los políticos, más que la solución a sus problemas se han convertido en un problema de difícil solución

Quizá, y a tenor de todo lo anterior, las sociedades actuales vienen entendiendo mayoritariamente ya, que la política, o los políticos, más que la solución a sus problemas se han convertido en un problema de difícil solución. Y no solo en un problema a causa de sus deficientes capacidades, algo que pudiera ser más reciente en las nuevas élites políticas, sino también, motivado o causado por su falta de honestidad y de compromiso con su labor pública hasta el punto de haberse desconectado totalmente del devenir cotidiano de sus electores. Así, venimos observando impasibles, como altos cargos públicos con el estatus de ex-presidentes, ex-ministros u otras personalidades de la política, acaban copando puestos como asesores en multinacionales o dentro de los consejos de administración de grandes empresas relacionadas con las funciones o responsabilidades que desempeñaron como autoridades públicas. Y no solamente esos altos cargos, sino también sus familiares y amistades más cercanas terminan recalando en puestos de dirección de tales empresas. Por consiguiente, ¿Quién puede negar la existencia permanente de una connivencia o una dependencia de la clase política con los oligarcas económicos actuales? Al final, para tristeza de los grandes filósofos griegos, la política se ha convertido en el trampolín de los mediocres, en el trampolín que usan algunos para, finalmente, recalar en puestos de responsabilidad en el sector empresarial privado o público, en el

trampolín para significarse socialmente, o en el trampolín para obtener unas retribuciones económicas del erario público que no podrían haber obtenido inicialmente en el sector privado por su incompetencia e incapacidad.
De este modo, las sociedades han institucionalizado la práctica política en personas jurídicas que hoy denominamos como partidos políticos, y son ahora estos partidos los que dominan la representatividad de la soberanía nacional a través de unas elecciones con listas cerradas a las Cortes Generales y con diputados elegidos endogámicamente, y son pues, estos partidos, los que eligen al Presidente del Gobierno del país, los que deciden que jueces van a copar el Poder Judicial, el Tribunal Constitucional, y/o los integrantes de las más altas instituciones del Estado. Por lo tanto, ¿Dónde queda la “división de poderes” que formuló Montesquieu? No existe, no está. Estamos en una fusión de poderes propia de las formas de gobierno parlamentaristas, de las partitocracias o incluso de las dictaduras.

La democracia española no es, ni más ni menos, que una auténtica partitocracia, donde el ciudadano no vota a la persona, no vota a su representante, sino que vota al partido, a una persona jurídica que es la que decide, a través de sus oligarcas políticos, quién será su representante. Así pues, son estos partidos los que ostentan el poder de elegir Presidentes y Magistrados, es el ciudadano el que les otorga o les entrega la representación de la soberanía popular a estas pseudoempresas políticas para que sean ellas las que decidan quienes serán nuestros representantes.

Por esta razón, los partidos políticos han creado sus propias canteras entre sus militantes, con promesas o miembros destacados que, desde muy jóvenes, y sin apenas experiencia laboral, comienzan su carrera política en busca de un posicionamiento, cada vez más alto, en el escalafón del partido pululando siempre en entornos políticamente endogámicos.

El mérito y la capacidad se apartan dando paso a las alianzas del amiguismo y a las luchas de poder internas para liderar un bando político donde se reparten pingües beneficios, no solo de poder, sino también económicos y de notoriedad pública que les servirán de trampolín hacia las élites del ámbito empresarial público-privado.

Así, y citando de nuevo a Montesquieu,

«Todo hombre que tiene poder se inclina a abusar del mismo; él va hasta que encuentra límites. Para que no se pueda abusar del poder hace falta que, por la disposición de las cosas, el poder detenga al poder”.

Las sociedades actuales, aparentemente hipnotizadas por el consumismo más materialista, caminan ignorantes e ilusas hacia el ̈autoexterminio ̈. Son, o somos, como millones de hormigas sobre una gigantesca hoja que navega a la deriva por un tortuoso río cuyo final es la más atroz de las cataratas, y a pesar de ser conocedoras de su trágico final, en vez de ponerse todas de acuerdo sabedoras de la fuerza de su unión para desviar a la enorme hoja a la orilla y poder así salvarse, solo compiten entre ellas para ver quien come más, quien tiene más poder o quien disfruta de una mejor estancia dentro de la hoja. Son, en definitiva, una enorme masa de mentes ciegas que niegan lo que ven y olvidan lo que saben.

Pero… ¿Cuál puede ser la solución a todo este drama humano, a toda esta inconsciencia social, ante tanta estupidez ilustrada y demagógica? Cierto es, y ha sucedido en cuantiosas ocasiones, que un psicópata conduce a su nación a la psicopatía, pero todo, o prácticamente todo en la vida, tiene remedio.

A lo largo de la historia tenemos los ejemplos como el de Hitler, el de Mussolini o más recientemente el de Donald Trump o Vladimir Putin, que ha logrado la mayor división social y política en EEUU desde la guerra de Secesión el primero, o que ha sumido en una profunda guerra a Europa el segundo. Pero… ¿Cómo evitar esto?, ¿Cómo encontrar una pronta solución?, ¿Quién tiene la fórmula correcta para evitar que la polarización, la crispación social y que el desencuentro permanente sea el pan nuestro de cada día en pleno siglo XXI?

A lo largo de nuestra historia la humanidad ha experimentado grandes retos, ha vivido verdaderas transformaciones sociales y culturales, ha colonizado el auténtico Edén que el universo le ha brindado para que sea su morada, y ha entendido, por vez primera, que todo el planeta, todos los hombres y mujeres, todos los seres vivos que nos acompañan y que comparten cielos, aguas y tierras, y todo el sistema que sustenta el cosmos está interrelacionado. Más aún, está todo conectado por una energía invisible pero cierta y que algunos lo vienen llamando… Dios.

Y es por ello por lo que se precisan, de manera urgente, nuevos líderes que asuman de una vez por todas un papel transformador y renovador ante una política obsoleta, ineficiente y desilusionante que ha dejado de ser la solución para convertirse en el problema.

Las políticas medioambientales son, y serán durante las próximas décadas, la piedra angular de aquellos gobernantes que pretendan legar a las futuras generaciones un planeta, cuanto menos, habitable para la humanidad. Es imperiosamente urgente encontrar liderazgos que asuman este mandato y que desarrollen políticas, no solo sostenibles, sino también reparadoras del daño que nuestra especie ha causado al resto de formas de vida del planeta Tierra. Se avecinan nuevos y transcendentes acontecimientos para una humanidad cuyas generaciones más jóvenes demandan una solución para el mayor reto al que nos enfrentamos, las graves consecuencias que está provocando el cambio climático acelerado por los gases de efecto invernadero, el denominado calentamiento global de la Tierra.

Liderazgos ejemplares y ejemplarizantes ya

La historia, lo que nuestros libros y archivos nos cuentan, nos relata nuestro pasado y el de este planeta tan excepcional para que, conociendo nuestro pasado, podamos entender mejor nuestro presente y así predecir con más acierto nuestro futuro. No existe ninguna otra forma de vida conocida que tenga este privilegio tan primordial para la supervivencia y para la expansión de su propia especie. La capacidad de predecir, de vislumbrar, de visualizar el futuro es el puente hacia un mundo que, en muy pocos años, nada tendrá que ver con lo que hasta ahora vemos y vivimos. Debemos de prepararnos ante ese gran salto, debemos de desaprender para volver a aprender. Pero sin embargo, ahí estamos, todavía tropezando con las mismas piedras. Por lo que son urgentes liderazgos ejemplares y ejemplarizantes ya. La política, tan denostada y despreciada hoy, ha de demostrar a las nuevas y a

las viejas generaciones que todavía puede ser el instrumento para avanzar, para rectificar, para consensuar a través del acuerdo, a través del pacto, a través de la unidad. De otro modo, solo propiciaremos el advenimiento de formas de gobierno impositivas como las autocracias o las oligarquías, y esto último, ya está ocurriendo en algunos países lamentablemente.

Redefinir nuestra democracia supone un esfuerzo en lograr una mejor y mayor representatividad con parlamentarios elegidos directamente por sus electores a través del Diputado Uninominal de Distrito; con un poder judicial totalmente independiente del legislativo y con una carrera judicial incompatible con la práctica política; con un proceso electoral para la presidencia del gobierno separada del proceso electoral para la elección a las Cortes Generales; y lo que es más arduo y difícil, un proceso constituyente donde todos los españoles y españolas participen de la elaboración y aprobación de una nueva Carta Magna apoyada en la Constitución Española del 78 como modelo, pero actualizando nuestro vértice jurídico a una nueva sociedad más exigente, más democrática y más protagonista ante los nuevos y transformadores retos que nos depara un inminente futuro obligatoriamente regenerador.

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